Doctrina
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UN FALLO QUE FALLA
Los diversos
constructivismos a la moda, al negar la existencia de todo orden natural
creado, engendran inevitables consecuencias en el ámbito de la política (me
refiero a la política en su acepción más lata de “vida ciudadana”) en punto,
básicamente, a la novedosa significación que, entonces, adquiere la dimensión
legislativa y jurídica del Estado: vacua ratificación legal de ciertos usos
sociales (ordinariamente invertidos según la fórmula gramscista), sin
vinculación alguna con la justicia, relegada como queda a la estratosfera de
los conceptos metafísicos inalcanzables y carentes de todo contenido
verificable.
El constructivismo
(o los constructivismos) constituye más que una escuela o tendencia filosófica,
una “ideología” que, consecuente con el racionalismo precursor, reduce
el mundo de lo real a las meras “construcciones culturales humanas”, disociando
– tal como en Hegel – “cultura” y “naturaleza” y colocando al hombre como un
sujeto sin relación, único demiurgo de sus propias estructuras sociales y
políticas, desvinculándose éstas de toda “traba” predeterminada por cualquier
modo de objetividad.
El “todo es
cultura, nada es natura” hegeliano expresado hasta los extremos más
conflictivos de su postulación idealista (separación de la realidad “nacida” –
naturaleza – por un quehacer humano antojadizo que nada debe a una
trascendencia creadora ajena al hombre mismo).
Como se ve, el
constructivismo sitúa al hombre en el plano de una pura artificialidad y lo
desliga, por lo tanto, ya no sólo de todo nexo con el pasado, con la historia o
con la tradición, sino también con cualquier potencialidad generadora de
expectativas reales a futuro, esto es, de todo contacto con los casos
concretos que, de algún modo, lo religuen (al menos en situación de
nostalgia) a aquello que las corrientes intelectuales de todos los siglos, al
menos en Occidente, han denominado “ser”: el ser de las cosas reales.
En este clima
enrarecido de subjetivismo constructivista, donde únicamente es válido el hacer
inmanente de cada tiempo, con positiva repulsa a toda jerarquía axiológica
recibida, heredada o meramente conocida, en esta atmósfera – digo – ha de
colocarse el reciente fallo de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación acerca de la interpretación del art. 86
inc. 2° del Código Penal de la
Nación.
Va de suyo, por
ello, que no se trata de una sólita exégesis técnica de carácter
“constitucional”, encerrada en el derecho positivo (ley vigente).
De ninguna manera.
Estos jueces que unánimemente se expidieron en un sentido unívoco con
referencia al tema en cuestión, han sido “formados” en derroteros del
pensamiento en los cuales no tienen cabida ni la naturaleza analógica del
fenómeno jurídico plasmado por Roma, ni la objetividad de la cosa justa (“res
iusta”) que Roma recibió (y sistematizó) cuidadosamente de los griegos (“to
dikaion”).
Estos jueces
habrán estudiado (o no) derecho romano, pero no son romanistas. Habrán
incursionado (algunos escribieron tratados) en el derecho civil, pero no son
civilistas. Habrán revolucionado el derecho penal, pero no a la medida de un
Francesco Carrara, o de un Giuseppe Maggiore, ambos significados
iusnaturalistas.
¿Qué falta para
esto? Nada menos que el conocimiento jurídico como contemplación de la realidad
dada y la praxis jurídica como actividad específicamente humana, es decir,
ordenada a la ejecución de un orden, valga decirlo así, objetivamente justo y
al discernimiento de “lo justo” en cada asunto determinado, al cual accede la
labor “indicadora” (“iudex”) del juez.
Éste ha sido por
siglos el mester de los juristas: descubrir en el caso concreto bajo análisis
la conexión con el orden natural, contemplado por la inteligencia y canalizado
en la jurisprudencia positiva.
Claro que, para
ellos, jurisprudencia no era un conjunto más o menos esclerótico de fallos
judiciales inconexos y caprichosos, sino la sana e imprescindible “iuris
prudentia”, o prudente ciencia del derecho.
Poco importan aquí
las infinitas variables que el derecho natural haya ofrecido en el curso de la
historia, que van desde el mínimo imprescindible “don de la naturaleza” (propio
del derecho romano clásico), al catálogo preceptivo del iusnaturalismo racionalista
del siglo XVIII.
Tampoco interesa
mucho abordar ahora qué es derecho romano clásico, ya que la compilación
justinianea cosificó, de algún modo, todos los extremos legislativos y
jurisprudenciales sobre los cuales han trabajado después los romanistas
posteriores.
Aquello que sí
resulta destacable es que jamás se había arribado al extremo de convertir el
“derecho” en una simple codificación de las “manías” transitorias de un ciclo
histórico, juzgado por sus fautores como el paradigma de toda organización
social.
En este contexto
los tales jueces han demostrado, sin duda, ser hijos legítimos de su momento,
al que no me atrevo a llamar “histórico”, dado el furor inconciliable de todo
constructivismo con la misma historia como continuidad sucesiva y cualificada
del pasado, que cristaliza en el presente y se proyecta fecundamente hacia el
porvenir.
Para fallar como
fallaron debieron incluso renunciar a caros principios dogmáticos del derecho
constitucional argentino, entre ellos aquellos que sostienen que la Corte sentencia sobre el
“caso concreto” y no se expide sobre una cuestión devenida abstracta, por
desaparición del objeto litigioso.
Aquí la Corte, en asunto asaz
espinoso y complejo, ha formulado una “doctrina legal” (por denominarla de
alguna manera) que, más que interpretación del precepto normativo, semeja una
“cuasi labor legisferente”, ajena por completo a la función judicante que le
atribuye la Constitución
nacional.
Las sentencias de la Corte Suprema de Justicia
fijan, ciertamente, un criterio de orientación para los tribunales inferiores,
obligatorias en la medida en que se expiden, v.g., sobre la constitucionalidad
de una norma concreta, si se tiene en
cuenta que en nuestro sistema instrumental, no es viable una declaración
genérica, abstracta o apriorística acerca de la constitucionalidad de la ley
(en su acepción más amplia), supuesto que la Corte no opera (como en algunos regímenes del
derecho comparado) a modo de tribunal constitucional expreso, sino que, en
rigor, actúa como contralor indirecto del precepto específico sometido a su
consideración.
Precisamente, en
el precedente que comento, la
Corte, contra toda lógica constitucional se pronuncia sobre
un tema ya fenecido en su dinámica jurídica (el aborto ya se consumó),
pretendiendo vincular a toda la estructura jurisdiccional del país, con
protocolos y directivas subsecuentes de carácter administrativo, en franca
oposición con sus propios criterios anteriores (en la actual, o con otras
integraciones, ya que la estabilidad del Órgano es una exigencia esencial de la Constitución del
Estado) y (ya lo podemos advertir) en franca, también, resistencia de algunas
provincias que han incorporado restricciones a las pautas interpretativas fijadas
por la Corte
nacional (Salta, Corrientes, La
Pampa, etc.).
“En la duda, a
favor de la parte más débil”, es un aforismo devenido un tópico de toda
disciplina jurídica, como fundado que está en la naturaleza misma de las cosas
que el constructivismo efectivamente (como antes lo vimos) niega.
En la especie, la Corte ni tan siquiera se ha
dignado dirigir su atención (“una dulce mirada de misericordia”) al
“nasciturus”, es decir, a la persona por nacer, no obstante cuente ésta con un
derecho positivo a su favor, reconocido por el texto constitucional por
recepción de los tratados internacionales, tal como la Convención Americana
sobre Derechos Humanos incorporada según arts. 75 incs. 22 y 23 de la Constitución nacional
con la cláusula de reserva que establece el art. 2° de la ley 23849: “se
entiende por niño todo ser humano desde el momento de la concepción…”, eco y
glosa actualizada de los arts. 63 y 70 del Código Civil que fijan la existencia
de las personas físicas desde el instante mismo de su concepción en el seno
materno.
Esta persona (art.
30 del Código Civil) no merece para la
Corte ni un tangencial párrafo de consideración, pese a que,
por la sencilla razón de existir, no tan sólo adquiere derechos para sí, sino
que también los genera a favor de terceros (art. 64 C.C.).
La implicancia
jurídica civil (digamos así) no interesa en absoluto, obnubilado el Alto
Tribunal por las secuelas psicologicistas de una temática abortiva
controvertida, que no es, por lo demás, objeto alguno de análisis, quedando
todo subordinado a las eventuales consecuencias, para la mujer, de una
gestación no querida.
Con una
declaración jurada se satisface la esencialidad procesal de una acción cuya única
y evidente razón de ser es la celeridad para finiquitar con la vida nacida y en
desarrollo que, protegida por la teoría constitucional, es sometida a otras
prevalencias que, por muy atendibles, razonables y dolorosas que sean, no
pueden en modo alguno primar sobre la más alta razón de la existencia.
La Corte, asimismo, resuelve de un
plumazo la vieja polémica respecto de si el inc. 2° del art. 86 alcanzaba a
toda mujer gestante o tan sólo a la mujer “idiota o demente”, sexualmente
ultrajada.
La tesis eugenésica
(restringida), de tan claro sabor discriminante (y racista) es ahora extendida
a cualquier clase de abuso sexual (no necesariamente comprobado).
Se erigen los
jueces supremos en una instancia superior al mismo desenvolvimiento del proceso
penal, sustituido por exclusivas manifestaciones de voluntad, sin contralor ni
del Ministerio Público Fiscal, ni de órgano jurisdiccional alguno ni, y es
verdaderamente un entuerto o desafuero contrario a todo derecho y sentido
común, a la participación eventual del genitor masculino, descalificado sin
producción de pruebas.
Todavía más: la Corte modifica de
hecho la figura legal del art. 86, adentrándose en las funciones exclusivas del
Congreso de la Nación
y ello así porque, con su osada interpretación, desconoce las excusas
absolutorias que en el aludido precepto se contienen, debiéndose notar que el
aborto, practicado por los sujetos activos allí mencionados (médicos
diplomados), según la mayor parte de la doctrina anterior a la reforma
constitucional del 94’,
era impunible pero típico, es decir, operaba a favor de aquéllos
una suspensión de la pena, por motivos (bastante discutibles) de política
criminal, pero no modificaba, alteraba ni, mucho menos, derogaba el tipo penal
protector de la vida en gestación.
Digo anterior a la
reforma del 94’
ya que, como antes noté, la inclusión de Tratados internacionales que ponen el
inicio de la personalidad en la concepción, neutralizaron toda ulterior
discusión sobre los alcances del art. 86, en cualquiera de sus dos incisos.
Con todo, una vez
más se advierte la fragilidad de jugarse todas las fichas a la defensa del niño
por nacer tan sólo en normas positivas movedizas que hoy están y mañana no y
que, incluso cuando están, son descaradamente desconocidas por los intérpretes.
(De hecho, las proyectadas reformas al Código Civil ponen en crisis el estatus
jurídico de los embriones y amenazan, en general, con subvertir todo el régimen
legal de la familia).
No quiero decir
con ello que la batalla por la dignidad integral de la persona humana dependa
únicamente del derecho natural y que importe poco el derecho positivo. Todo lo
contrario, en rigor, quiero valorar la norma positiva en su verdadera y posible
proyección, esto es, en el marco de una “paideia” que se funde en la natura humana
tal como ésta se nos manifiesta objetivamente y tal como ha sido conocida y
reconocida por los juristas de todas las épocas, y aún por cualquier sujeto no
afectado por prejuicios o estereotipos dialécticos de dudoso origen
intelectual: “sicut recta ratio diffusa in omnes”: “según una recta razón
difundida en todos”. (Digesto).
El derecho (y el
interés) superior del niño (Convención de los Derechos del Niño) es violentado
a favor de una situación subjetiva de la madre, con cuya mera deposición
testifical alcanza para suprimir la vida ya engendrada y no nacida.
En fin, la Corte falla. Nunca mejor
dicho, FALLA.
RICARDO
FRAGA
Fuente: Diario El Cóndor de Morón
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