viernes, 31 de octubre de 2008

Investigación sobre el Procedimiento de Flagrancia

Doctrina

Autores: Dr. Pablo Busolín - Dr. Germán Barcos
Dirección de la investigación: Dr. Ricardo Fraga -Profesor titular de las cátedras de Derecho Constitucional y Derecho Penal; de la Universidad de Morón-.

LA FLAGRANCIA “IN FRAGANTI”

La ley provincial 13.811, sancionada el 27 de Febrero de 2008 y promulgada el 18 de Marzo del mismo año, ha previsto un régimen procesal de carácter especial para los delitos denominados “flagrantes”, esto es, cuando sus autores son sorprendidos “in fraganti”, vale decir, en el instante mismo de su ejecución.

Estrictamente hablando, existe flagrancia cuando se está cometiendo el hecho, ya desde el comienzo de su desarrollo, ya en su despliegue inmediato y hasta su eventual consumación.

“La palabra ´flagrante´ viene del latín ´flagrans-flagrantis´, participio de presente del verbo ´flagrare´, que significa arder o quemar, y se refiere a aquello que está ardiendo o resplandeciendo como fuego o llama, y en este sentido ha pasado a nuestros días, de modo que por delito flagrante en el concepto usual hay que entender aquel que se está cometiendo de manera singularmente ostentosa o escandalosa" (Dr. Ricardo Martín Morales prof. titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada, España). En otras palabras: que resplandece evidente el hecho, vale decir que una acción será flagrante cuando se ejecuta actualmente (cf. Dicc. manual Sopena, enciclopédico ilustrado, ed. Ramón Sopena S.A. Barcelona 1968).

En el mismo sentido el DRAE (Dicc. de la Real Academia) señala en su tercera acepción: “de tal evidencia que no necesita pruebas” o bien la locución adverbial “en flagrante” que remite a la idea del momento mismo en que el delito se comete, “sin que el autor haya podido huir” (sic).

Ahora bien, el art. 154 del Código de procedimientos en materia penal describe además supuestos de cuasi flagrancia que van ampliando el ámbito de aplicación a hechos cada vez mas alejados del concepto de flagrancia descrito anteriormente los cuales incluirían el momento inmediatamente posterior a su comisión, la persecución por parte del ofendido, la fuerza pública o terceros, o más ampliamente mientras el autor tiene objetos o presenta rastros que hagan presumir que acaba de participar en un ilícito.

Estas variables que pueden confrontarse en el derecho comparado implican una actividad discursiva de carácter tan estricto, apodíctico y lógico (por ende, ajeno a toda posible anfibología interpretativa o polisemia sintáctica) que cualquier eventual interrupción de dichos extremos lleva a hacer cesar la significación misma de esa “cuasi flagrancia”.

Así, el nuevo Código de procedimiento penal de la República italiana (22/09/1988) abolió la distinción entre flagrancia y cuasi flagrancia equilibrando del todo la simultaneidad con las secuelas inmediatas y resaltando claramente que todo el despliegue delictivo lo sea “senza soluzione di continuità”, aspecto que el Código provincial ha dejado en un carácter difuso que solo es posible contener con una hermenéutica de mínima a fin de no extrapolar expresas garantías constitucionales como lo son, verbigracia, la presunción de inocencia que cede tan sólo ante la prueba eficaz o la inviolabilidad de la defensa en juicio que no se puede presionar a impulsos de incrementar las estadísticas judiciales.

Por otra parte, ha de atenderse a la dificultad dogmática que implica la naturaleza de los tipos constitutivos o las características del delito continuado, así como la evidente confusión entre conato y flagrancia, aspectos todos (y son algunos ejemplos) que la ley no ha atendido y que la jurisprudencia posterior ha de elucidar con serenidad de juicio y sin subirse al caballo de Napoleón.

En efecto, a consecuencia de las diferentes hipótesis expresadas por la ley, el juzgador deberá interpretar restrictivamente la procedencia de este instituto, en cada caso particular, en razón de verse involucradas muy variadas garantías fundamentales por las cuales éste se encuentra llamado a velar.

Puesto que la “ratio legis” es la de no dilatar inútilmente un proceso en el cual los hechos parecerían que saltan a la vista (o, como se ha dicho “con las manos en la masa”) y no requerirían de ninguna indagación para dilucidarlos, si existiera alguna duda inicial sobre lo ocurrido, o con relación a la autoría u otra circunstancia especial a tenerse en cuenta, entendemos que no debe hacerse lugar al pedido de flagrancia por parte del ministerio público fiscal y es por esta razón, entre otras, que tal resolución según la ley vigente resulta inimpugnable.

De lo contrario, en atención a la celeridad y la prescindibilidad de las instancias contradictorias en materia probatoria, cada situación dubitativa que surgiera quedaría sujeta para su esclarecimiento a las preponderantes constancias policiales que emergerían, en tal caso, como un elemento decisorio, lo cual representa, a nuestro entender, un franco retroceso a sistemas ya superados.

De hecho, tal preponderancia, a pesar de los propósitos al sancionar la ley 11.922, se incrementó cada vez más, siendo su culmen este novel procedimiento; del cual parece enamorada tanto la Suprema Corte (a cuyas instancias originales se procreó), cuanto la Procuración General que recientemente (“A diez años del sistema acusatorio”) ha hablado de “los logros alcanzados” en referencia expresa al “proceso de flagrancia”, cuya única verdadera originalidad parece ser la rapidez represiva, particularmente de marginales, conforme lo ha sostenido la Asociación judicial bonaerense: “la inseguridad que queda afuera de la agenda, tanto mediática como del Estado, es parte de la problemática general en la que se inscribe la inseguridad vinculada al delito sin políticas destinadas a la inclusión social, el pleno empleo y una justa distribución de la riqueza, iniciativas como el procedimiento en caso de flagrancia no hacen más que acentuar el carácter selectivo del sistema penal y la criminalización de la pobreza” (Revista “En marcha”, Mariano Fernández y Daniel Giarone, AJB-CTA).

El proyecto original fue impulsado, con evidentes e indiscutidas buenas intenciones, por el Dr. Alberto Silvestrini, entonces juez de cámara de Morón (conforme ley 13.260) y su instrumentación oral posterior acogida progresivamente por la Suprema Corte de Justicia provincial en una suerte de “código procesal paralelo” (“Convenio de extensión”) que posteriormente se convirtió en la actual ley que comentamos y que de conformidad con la ya nombrada ley 13.260 mantiene la escala de los delitos que no superen los quince años de prisión como máximo, de modo tal que la letra preceptiva dista mucho de limitarse a injustos de menor cuantía, como hubiera podido esperarse del espíritu que presumiblemente animó a sus impulsores. (No se entiende muy bien por qué quince y no veinticinco ya que una situación de flagrancia, si verdaderamente lo es, tanto afecta a una extorsión cuanto a un homicidio).

Esta legislación ha tenido por aparente finalidad descomprimir la excesiva cantidad de expedientes en trámite agilizando la administración de justicia.

Pero lo cierto es que ante el crecimiento de la marginalidad, la pobreza y el índice delictivo, el Estado responde con mayor rapidez en la represión, y la presunta agilidad en dicha administración de justicia no puede ser causa eficiente de una apresurada resolución de los casos, que redundará finalmente en detrimento de los justiciables.

Las largas demoras en los procesos penales que naturalmente todos rechazamos y que van en perjuicio de los procesados no se solucionarán con modalidades irreflexivas hijas de la moda y de la mentalidad paraláctica de nuestro tiempo, donde importa más la mimesis de los modelos ajenos que la profundización adecuada de las propias raíces.

Entiéndase bien, a pesar del principio general de raigambre constitucional que establece que durante el período que va, desde el origen del proceso hasta la eventual sentencia condenatoria, debería primar la libertad del encausado (cf. art. 144 CPP) con demasiada habitualidad, la excepción se transforma en regla y parecerían ser sinónimos “procesado” y “privado de la libertad”, privación que, aunque cautelar, trae aparejadas las mismas indeseables consecuencias que una verdadera (a veces breve y otras no tanto) condena.

Por lo tanto, a raíz de esta común situación, este instituto ha sido bienvenido en distintos ámbitos pues, por una parte acorta este período de tiempo (como si la privación de la libertad fuera inevitable), descomprime la cantidad de causas en trámite en todos los grados del aparato jurisdiccional, y por otra parte nos propone una justicia rápida, o como dijera irónicamente el ministro de la Corte Dr. Eugenio Zaffaroni una “justicia express”.

En esta inteligencia, en el pleno ejercicio de una de sus facultades reservadas, y de conformidad con la garantía federal prevista por el art. 5 de la Constitución Nacional la provincia de Buenos Aires ha legislado en la materia, fundando a la vez por imperio de la norma citada una adecuación a la parte dogmática de la carta magna, de la cual resultan parte integrante los tratados internacionales con jerarquía constitucional limitada (cf. art. 75 inc. 22).

A tal fin en la exposición de motivos de la Honorable Legislatura provincial, se esgrime la adecuación referenciada y a modo de ejemplo puede leerse: “En el año 1998 entró en vigencia un Código de procedimientos en materia penal que importó una significativa adecuación de la legislación local a las exigencias del modelo constitucional, adoptando un sistema de enjuiciamiento acusatorio por el que se garantiza a los ciudadanos que sus conflictos de naturaleza penal sean dirimidos ante un juez realmente imparcial”. He aquí una de las tantas virtudes esgrimidas por aquellos entusiastas propulsores de este veloz procedimiento.

Nos preguntamos, ¿de qué manera se vulneraría la garantía constitucional de imparcialidad del juzgador aludida?

Y como respuesta más adecuada hallamos la de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el conocido por todos antecedente “Dieser” (fallos 329:3034), que invocó la violación de dicha garantía en razón de que algunos de los magistrados que habían confirmado –en la alzada- el pronunciamiento condenatorio ya habían tomado intervención en autos. Especialmente se destacó que la sucesiva intervención de los mismos magistrados no estaba en condiciones de satisfacer en forma plena el derecho a la doble instancia. Entre otros: cf. antecedentes “Llerena” (fallos 328:1491), “Nicolini” (fallos 329:909), “Recalde (fallos, 330:1540), “Lopez Fader” (L.953. XLI del 25/9/2007) etc.

En el precedente “Casal” (20/09/05) referido a la interpretación del art. 456 del código de procedimientos en materia penal de la Nación (función casatoria) la Corte Suprema ha dejado, con todo, establecido el principio de progresión legislativa que la dinámica de la ley 13.811 –tal como viene interpretada en nuestra provincia- parece constreñir, constituyéndose en una regresión al vitando sistema de juez único, en trasgresión a la regla hoy universalmente aceptada de que “el juez de la medida cautelar no sea el juez de la sentencia”.

Dice así el fallo: “la Constitución Nacional estableció como objetivo legal un proceso legal acusatorio y con participación popular. La legislación nacional no se adecuó a este objetivo, pero la perspectiva histórica muestra una progesión hacia la meta señalada…la jurisprudencia constitucional fue acompañando este progreso histórico sin apresurarlo. Es decir que en ningún momento declaró la inconstitucionalidad de las leyes que establecieron procedimientos que no se compaginaban con la meta constitucional, lo que pone de manifiesto la voluntad judicial de dejar al legislador la valoración de la oportunidad y de las circunstancias para cumplir con los pasos progresivos. Justo es reconocer que esta progresión legislativa se va cumpliendo con lentitud a veces exasperante…”.

Con la ley 13.811 “il terzo imparziale” (de que se hacía gala en los talleres de 1998) ha caído guillotinado por una reacción que esgrime el escudo del “progreso”.

Nos preguntamos, en consecuencia: ¿cuáles son los jueces que intervienen en este novel procedimiento? ¿no es acaso el único juez de garantías el competente para entender en el fugaz término de veinte días prorrogables por veinte días más para decidir sobre: la detención, la procedencia de la prisión preventiva, en su caso sus alternativas o posteriores morigeraciones, la elevación de la causa a juicio, la eventualidad de una condena o en su caso la absolución? No se ve de qué manera pueden prevalecer ambos institutos sin perjuicio mutuo, menos aún, cómo puede esgrimirse tal argumento precisamente en la exposición de motivos que lo fundamenta.

Tan contradictorio se nos presenta este instituto que en principio aparecería trastocada la figura del juez de garantías estipulada en la ley 11.922, tal como fuera prevista en ese diametral pasaje de un sistema al otro en el año 1998. Ello en razón de obligar a dicho magistrado a intervenir en todas las etapas de este proceso. En consecuencia impresiona como un híbrido dentro del sistema acusatorio al cual pretende representar. Nosotros notamos marcadas características inquisitivas, como las enumeradas más arriba.

Mas allá de la teoría legislativa, en el ámbito de la praxis jurisdiccional, la celeridad desmesurada que prevé todo este proceso pone muchas veces a este mismo juez en ocasión de tomar decisiones apremiado por los términos procesales, en perjuicio de la necesaria serenidad y el alto deber de dar a cada uno lo suyo o “su derecho”.

Si se analizan numerosas estadísticas previas a las reformas legislativas, desde este humilde foro proponemos se investiguen los tiempos que demora la justicia civil, comercial, laboral o de cualquier fuero en donde se dirimen cuestiones que tienen que ver con lo patrimonial, en el ámbito privado o aún por normas de orden público: ¿a cuántas sentencias se arriba después de veinte o cuarenta días de iniciado el trámite? Y téngase presente que hablamos de cuestiones civiles o bienes jurídicos que no tienen que ver con la delicadísima cuestión de la libertad de los habitantes.

En este sentido no podemos obviar lo manifestado por el ministro de la Corte Dr. Eugenio Zaffaroni: “Yo sé que hay una propaganda que va por el mundo, que quiere una justicia express, expeditiva, rápida, “prêt-à-porter”, sin papeles ni nada. Me parece una barbaridad, por mucho que la vendan en envase atractivo. En el fondo no es más que una suerte de linchamiento rápido de los pobres”.

Proféticamente, la propia fundamentación de la ley no hace más que describir lo que ocurrirá en adelante y que nosotros hemos corroborado “ex post facto”: “…la metodología de la oralidad en las etapas iniciales del proceso que implementa este procedimiento ha generado en los departamentos judiciales en que se desarrolló la experiencia, una notable agilización en la toma de decisiones incentivando a jueces y a las partes a tomar resoluciones en etapas tempranas del procedimiento (sic) logrando respuestas concretas sin demoras innecesarias…”.

Por directa experiencia hemos podido comprobar las contingencias que ocasiona la vorágine del diario trajín, algunos emblemáticos casos a modo de ejemplo: digamos David S. B. en el cual el imputado resultó estar comprendido en el art. 34 inc. 1º del C.P. es decir una persona que no se encuentra en sus cabales y respecto del cual nadie había solicitado una pericia en ese sentido a pesar de haberse entrevistado ya con las partes técnicas y haber sido indagado. O el caso C. en el cual no se hiciera lugar a la flagrancia y a las pocas horas de dictada la resolución se certificara que el causante resultaba menor de 18 años de edad con la cuestión de competencia correspondiente. O el caso R. en el cual se configurara un verdadero estado de necesidad, ya que el imputado, sin trabajo ni medios de vida, cometió el desapoderamiento conjuntamente con su esposa, encinta, para terminar suscribiendo apresuradamente un juicio abreviado. O el caso G.B. en el cual se omitió solicitar la excarcelación, y hubo de realizarse de oficio y prescindirse de la designación de audiencia prevista por la ley para tal fin, puesto que la misma operaba en contra de los intereses del imputado, dilatando innecesariamente su detención. Sin contar los innumerables casos en los cuales la flagrancia existe solo en las actuaciones prevencionales, dibujadas cuidadosamente por la policía.

Por el contrario, casos manifiestos de flagrancia (diremos M. y N.) no fueron instados como tales por el ministerio público fiscal alguno de cuyos representantes, por lo demás, ponen obstáculos insalvables a la llamada aplicación de un instituto como la “probation” (art. 76 bis del CPN) pese a las expresas directivas recibidas en tal sentido desde la Procuración general (Res. 529/06).

Reconocemos los efectos beneficiosos que otorgan la oralidad, la inmediación real, es decir el contacto directo de las partes con el juez o que este contacto se realice previamente como un requisito ineludible y no como una formalidad a cumplir cuando la determinación se encuentra tomada. Como así también las medidas tendientes a conseguir una celeridad que en definitiva descanse sobre la existencia de recursos técnicos y humanos suficientes para no producir un deterioro de la calidad en la administración de justicia.

Con esta intención planteamos ahora nuestras dudas como una modesta contribución a la primacía perfectiva del bien común, integrado como lo está por la seguridad ciudadana, la celeridad de los procesos (de todos, no sólo los penales), pero también ineludiblemente por la libertad individual, la calidad de las sentencias y la promoción educativa de los más débiles y el socorro mismo de las víctimas del delito.

El procedimiento de flagrancia está ya “in fraganti” estado de discusión.

Dr. Pablo Busolín
Dr. Germán Barcos

Dirección de la investigación: Dr. Ricardo Fraga
Profesor titular de las cátedras de derecho constitucional y derecho penal
Universidad de Morón

No hay comentarios.: