martes, 21 de octubre de 2008

MADUREZ HUMANA E IMPUTABILIDAD PENAL - por el Dr. Ricardo Fraga

Doctrina

Fuente: Diario "El Cóndor"

Tenemos el placer de publicar en este sitio, un artículo surgido de la pluma del reconocido profesor de Derecho Penal y Derecho Constitucional, de la Universidad de Morón, Dr. Ricardo Fraga (***).

Dicho trabajo fue publicado recientemente en el Diario “El Cóndor” de la ciudad de Morón.
Agradecemos al Dr. Ricardo Fraga su autorización para reproducir dicho artículo en nuestro sitio Internet, y de esta forma acercarlo a todos nuestros lectores y amigos.

Dr. Fabián Ramón González

Dr. Nazareno Eulogio

(***) El Dr. Ricardo Fraga es además Juez del Juzgado de Garantías Nº 2 del Departamento Judicial de Morón, escritor e investigador. Entre sus obras publicadas puede destacarse “Baluarte Universitario” (Año 2002. Editorial Oeste).


MADUREZ HUMANA E IMPUTABILIDAD PENAL


San Agustín, en consonancia con la visión bíblica, ha contemplado al hombre como una totalidad en tensión perfectiva que se manifiesta en sus múltiples dimensiones: intelectiva, racional, volitiva, emotiva o sentimental y corporal. Es la noción básica del “totus homo”: todo el hombre y todo en el hombre.

Con todo, esa totalidad no es pura dispersión sino que, antes al contrario, ella brota de una completa síntesis holística que trasunta la más acabada unidad psicosomática pneumática, esto es, “pneuma” (espíritu), “psique” (alma) y “soma” (cuerpo) o bien, como a veces decimos, la unión sustancial que desemboca en una antropología realista fundada en el ser y que conlleva a la figuración del hombre concreto tal como ha sido pensado por el Creador, pero operante en el tiempo histórico donde se ha consumado la dimensión trágica de su caída original.

Este hombre real e integral no es otro que la persona humana tal como fuera definida por Boecio (s. VI d.C.) “sustancia individual de naturaleza racional” y dotada de libre albedrío, esto es, la convicción íntima y profunda de su libertad subjetiva que le permite escoger el bien que le perfecciona, mas también inclinarse al mal que lo desintegra.

Desde el instante mismo de su concepción la persona humana se desarrolla en etapas que se irán plasmando y acoplando en dirección a un objetivo final no siempre alcanzado: la plenitud de la madurez. A partir de su nacimiento dichos ciclos graduales, más o menos intensos y significativos según los casos, son: la infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez, la senectud (todos ellos magistralmente descritos por Romano Guardini en “Las etapas de la vida”).
A medida que crece y se inserta en el tiempo emerge con mayor luminosidad el “misterio del hombre”, conforme la insuperable indagación del filósofo bávaro Theodor Haecker (“¿Qué es el hombre?”), eco de aquel Pascal que sintetizaba el “yo” humano en el acto interactivo de sus potencias: ver (inteligencia), querer (voluntad) y sentir (sentimientos).

En este plano aparece el “yo” como centro unitario de imputación y, por ello, síntesis de la personalidad.

El “hombre como misterio” (cf. “El Cóndor” 15/08/2008) está, a su vez, colocado y forma también parte de un orden mistérico (Emilio Komar), aquél determinado por la jerarquía integradora del ser.

El hombre, por lo tanto, es persona por su participación ordenada y medida en la dimensión trascendente de la divinidad (“el Absolutamente Otro”), que lo coloca por antonomasia en la esfera racional de las estructuras creadas y lo convoca o llama (la vocación) a un destino de infinita felicidad, absolutamente gratuito y que, por ende, se ofrece como un don, sin correlación en mérito alguno de carácter antecedente.

Para proyectarse a ese fin el hombre crece (o debiera crecer) ininterrumpidamente: es el proceso de maduración humana, que guarda una completa analogía con el que se cumple en la misma naturaleza biológica. Mas en él la maduración (cuando se opera) se opera de un modo singular por la acción simultánea y convergente de sus facultades superiores, particularmente, la intelectiva que da forma y nervio especial a su mundo volitivo, afectivo y corporal.

El hombre no es un “animal racional” (Aristóteles) en el sentido de que es un “animal” + “algo racional”, sino que su racionalidad informa y planifica su totalidad psicosomática por medio del espíritu.

Empero, este hombre (como se dijo) se ordena a una dirección que tiene por meta la adquisición de valores específicamente humanos. Tal el propósito genuino de toda verdadera educación que, como lo señala la etimología de la palabra, se propone “educir” o sacar (poner en acto) la “forma” humana (potencialmente presente en cada ser).

Dicha acción educativa se da en grados sucesivos e integrativos que brotan del conocimiento y accionan sobre la voluntad, condicionados ambos por los afectos y sentimientos.
La madurez humana es hija de la educación, pero entendida ésta no como mera instrucción ilustrada (“sarmientismo”), sino como introyección de los valores del orden objetivo de la realidad, según la actividad orientada de las potencias del alma humana.

Sin dicha actividad valorativa no habrá jamás “madurez” auténtica y el legislador cuando legisle sobre ella tendrá que recurrir a puras ficciones (legales) sin correlato con el ser concreto del “carne y hueso” que, sin formación espiritual, ha quedado ajeno a sus abstrusos (y falsos) galimatías procesales.

Y el alma humana está vitalmente presente en el art. 34 inc. 1º del código penal de la Nación a través de sus dos verbos típicos que trasuntan sus dos facultades específicas: “comprender” (la criminalidad), esto es, el entendimiento y “dirigir” (sus acciones), esto es, la voluntad.

Es, precisamente, en este contexto donde debe colocarse la culpabilidad (elemento subjetivo del delito) como aspecto integrador de la acción típica. Esa culpabilidad que (en frase brillante y verdaderamente científica de G. Maggiore) no es otra cosa que “la subjetivación de la antijuridicidad” ya que sin ella todo el orden normativo (teórico) se queda en el mundo de las abstracciones ideales.

La ausencia o disminución del conocimiento (“defectus cogitationis”) conlleva a la ausencia o disminución de la culpabilidad y, asimismo, la falta o atenuación de la libre voluntad (“defectus libertatis”) provoca la alteración de la imputabilidad, entendida ésta como “la capacidad subjetiva para delinquir” (R.F.) que desemboca en una imputación determinada.

La imputabilidad es el juicio universal y la imputación la atribución personal que exige y presupone “la desobediencia consciente a la ley dada” (Francesco Carrara) y, por lo tanto, la madurez (en la esfera intelectual) y la libertad y conciencia moral (en la esfera volitiva).

Para que exista imputación y consiguiente culpabilidad (personal) es imprescindible en el sujeto maduro la intención (voluntas), según la clásica definición canónica del dolo: “deliberata voluntas violandi legem”: intención deliberada de transgredir la ley) o el aforismo del Digesto: “in maleficiis, voluntas espectatur, non exitus” (se mira la intención no el resultado) que coloca a la “voluntas” como eje regulador del reproche penal. (“No delinque el que quiere sino el que puede”, como antaño decían los jueces sabios y prudentes).

En punto a la madurez de la intención se han establecido diversos sistemas de apreciación que podrían reducirse a dos variables: el de las presunciones “iuris tantum” por medio del cual ha de valorarse en cada caso la existencia de la imputación y, diríamos, el que se funda en una presunción “iure et de iure” (de pleno derecho) que, tal como lo establece el modelo argentino y europeo continental, fija una determinada edad como límite mínimo de “comprensión” del acto y “dirección” del mismo a un predeterminado y querido fin consciente, según lo más arriba indicado.

Nace así la denominada inimputabilidad por la menor edad o incapacidad relativa de hecho, ya que se trata de suyo de la única incapacidad ordenada a la plena capacidad civil, destacándose la interrelacionada analogía que vincula el nivel civil con el penal, como aristas de un único universo jurídico de raíz ontológica y moral.

A esta limitación etaria se le suma (aunque no es del caso avanzar ahora) el principio de restricción entendido tanto como límite prudencial a las conductas típicas (y como tal es posible rastrearlo en la Suma Teológica de Tomás de Aquino (II-II q. 94), o bien como hermenéutica restringida de la ley penal y procesal-penal, conforme las pautas del derecho canónico de cuño romanístico (canon 18 del código de derecho canónico: “las leyes que establecen alguna pena o coartan el libre ejercicio de los derechos… se deben interpretar estrictamente” y también canon 19 CIC de 1917) y del cual es eco el precepto del art. 3º del código procesal en materia penal de la provincia de Buenos Aires (ley 11.922): “toda disposición legal que coarte la libertad personal, restrinja los derechos de la personas, limite el ejercicio de un derecho… deberá ser interpretada restrictivamente”.

Cuando se habla, pues, de la presunta inmadurez de la menor edad ha de aludirse al hombre (niño-adolescente-joven) concreto que se determina en los parámetros históricos y que ha sido, en mayor o menor medida y con fruto más o menos eficaz, forjado por la educación de la conciencia, en tanto ésta es reflejo de la captación intelectual de los valores y de su vivencia práctica en el ámbito de la vida personal, doméstica y social (política).

Déjese, por ende, de lado toda abstracción utópica e ideológica propia de los constructivismos dialécticos a la moda que principian por idealizar un modelo de género y finalizan por degradar la condición naturalmente educativa del incapaz.

El “superior interés del niño” (Convención internacional de los derechos del niño, incorporada a la Constitución Nacional en su artículo 75 inc. 22) no puede ser otro que su vocación intencional a la plena madurez de la que por el momento carece y, por ello, aún siendo titular de múltiples derechos está sujeto, para su ejercicio, a la acción de ayos y tutores, según gráfica y metafóricamente lo describe el mismo san Pablo en Gálatas 4, 1-7.

La ley nacional 26.661 y la provincial 13.634 al dar por superada la “protección asistencial” en materia de la menor edad han derogado el “patronato estatal” (inaugurado por la ley Agote 10.903) pero, y no inadvertidamente, han socavado el principio tuitivo que debe gobernar las diversas etapas evolutivas de la niñez y adolescencia ya que para ello existen el instituto natural de la patria potestad y la representación promiscua del ministerio pupilar introducido, entre nosotros, por la experta sabiduría jurídica de Vélez Sársfield (art. 59 del código civil).

Precisamente, porque la menor edad está en proceso de madurez se limita severamente la actividad criminalizadora de la ley y aún la que se mantiene se supedita a funciones orientadoras de naturaleza pedagógica. Tal la télesis de la ley nacional 22.278 (t.o. ley 22.803) que regula el enjuiciamiento de los jóvenes de 16 a 18 años y la plena inimputabilidad de los menores de 16 años, en ambos casos con sometimiento al correspondiente tratamiento tutelar que, en la práctica viene a demostrar, por un lado, la fragilidad consustancial de la natura humana y, por el otro, el habitual fracaso o la clamorosa ausencia de los proyectos educativos, embarcados más en los delirios de la fantasía (estilo Rousseau o Gramsci según los gustos) que en el anclaje cabal en lo real.

La ley penal ha agravado recientemente (ley 25.767/03) la conducta del autor cuando delinque con incapaces (art. 41 quáter CPN). Manifestamos, desde un principio, que dicha calificante no podía ser endilgada a los menores coautores so pena de violentar la unidad del sistema jurídico que fija la única mayoría de edad en los 21 años (art. 126 código civil). Respaldaba esta tesis el derecho comparado, tal como el art. 65, I del código penal brasileño al referirse al “menor penalmente relativo” (18-21 años), aspecto parcialmente recogido por la legislación argentina antes citada (22.278) al disponer (al menos en teoría) la existencia de establecimientos especiales para dicha categoría de menores.

La Casación Provincial ha sostenido también que la agravante del artículo en cuestión restringe su aplicación a las personas que al momento del hecho alcanzaron la mayoría de edad conforme al ya nombrado art. 126 C.C. (causa 29.013, sala II).

La imputabilidad penal está indisolublemente ligada a la madurez humana en tanto el hombre es, ciertamente, un “portador de valores eternos” (Ortega y Gasset) pero sujeto a una sutil perversión originaria (u originada) que lo inclina al mal y que sólo puede ser superada, orientada o simplemente sujetada por la formación integradora en el bien, la verdad y la belleza, los permanentes y sólidos trascendentales del ser. Y ello, aún así, con el socorro de lo Alto.

RICARDO FRAGA

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