domingo, 22 de febrero de 2009

Dr. Ricardo Fraga - CRITICA AL ENCUADRE ANTROPOLÓGICO* DE LA LEY 25.087

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Doctrina - Ley 25.087.-
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Autor: Dr. Ricardo Fraga (***)
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La ley 25.087 ha sido objeto de severas críticas por la deficiente técnica legislativa con que ha sido elaborada. En efecto, fruto como fue de una contemporización de encontrados anteproyectos, a la hora de su sanción la síntesis, que debe gobernar todo trabajo intelectual coherente de carácter normativo, ha estado ausente en la composición de sus contenidos y, en su defecto, ha emergido un gigantesco “Frankenstein” de difícil, si no imposible, sistematización preceptiva.

Empero, no es esta casi total ausencia de buena sintaxis la nota más significativa y problemática de la nueva legislación, cuanto su categorización antropológica de fuerte contenido filosófico que me propongo brevemente abordar.

Si en toda la dinámica de la tipicidad penal hállase el hombre completo totalmente involucrado esto se advierte todavía más intensamente en el capítulo de los delitos de naturaleza sexual por ser éstos canalización irregular de los más íntimos e imperativos impulsos humanos.

En la gráfica definición de San Agustín el hombre todo es “espíritu y carne”: TOTUS HOMO HOC EST: SPIRITUS ET CARO. Esta unión vital, sustancial e indisoluble que hace de cada hombre concreto, viviente y singular una imagen de una idea también concreta, viviente y singular en Dios, razón funcional de toda su existencia y que determina, por consiguiente, su carácter histórico y lo constituye en todas sus vertientes en una existencia específicamente humana.

Si vale la paradoja podríamos decir que todo el hombre y todo en el hombre es manifestación humana, también aquellas conductas suyas, libremente ejecutadas que, o le dañan, o dañan al prójimo.

La “malhechura” actual del hombre es un dato experimental que coexiste con la conciencia de libre albedrío y engendra, por ende, una filosofía de la responsabilidad, proyectándose en ella su doble dimensión, ya que –una vez más al decir de Agustín- “el hombre es efectivamente lo que es en su corazón”. O como dice sugerentemente el texto evangélico “del corazón proceden las malas acciones” (Mt. 15, 19).

El reconocimiento de este “desorden” nos coloca en el dominio espiritual de la libertad y, por ello mismo, esa “desviada inclinación” no aparece simplemente como un “suceso” (o como un “factum” fatídico al estilo pagano) sino como una verdadera decisión personal.

Este “desorden”, vale decir, esta perturbación personal de un orden destruye las categorías ónticas y predicamentales de “relación” y “ordenación”, sacude y altera el “ordo” en tanto que trascendental expresado y contenido en una conducta históricamente verificable. En este sentido histórico la naturaleza en parte se puede “corromper” sin dejar de ser naturaleza humana (cosa que no ocurriría si mirásemos a la naturaleza sólo como una esencia inmutable).

Así, pues, el hombre interiormente “desordenado” está instalado en una nueva condición, diríamos que en una condición negativa (no por ello menos real) con límites propios de manifestación que no pueden ser antojadizamente modificados. Pascal ve, incluso, en este hombre “desordenado” (o caído) vestigios de su antigua grandeza. “Son miserias de un rey destronado”.

El desconocimiento de esta dimensión (o más bien su inconfesado agnosticismo) lleva a la ley 25.087 a incurrir en dos falsos extremos igualmente peligrosos:
a) un maniqueísmo que mira al hombre sólo como una masa de tinieblas
o bien
b) un pelagianismo que lo encumbra en la más artificial de las soberbias.
O perversamente malo, o ingenuamente bueno.

Pero jamás tal como nuestra propia humana experiencia lo presenta.

En las “Confesiones” Agustín atesta que “vine a conocer (al hombre) por mi propia experiencia...”. El legislador de la 25.087 ha desoído, envanecido por su infatuada endeblez normativista, la voz de la experiencia.

Henri Rondet señalaba que “la experiencia de un solo hombre (en san Agustín) ha llegado a convertirse en la experiencia de tipo universal, un universal concreto que trasciende el tiempo y el espacio sin dejar de ser una realidad individual”.

Y san Agustín acota: “e indagué qué cosa fuera la iniquidad y no hallé que fuera sustancia sino la perversidad de una voluntad”. La iniquidad es perversión, esto es, desviación de una cosa en sí misma buena ya que, como dicen los escolásticos, esta voluntad desviada de su fin no tiene causa eficiente sino causa deficiente toda vez que lo que llamamos “mal” se presenta siempre como un desorden en el ser (u orden) del hombre.

El “mal” significa un no-ser y en el plano de la acción moral no es un “facere” sino un “deficere”, es decir, un desfallecimiento o defección de la voluntad. El mal se expresa mejor con la idea de privación que con la mera “negación” del ser ya que, como lo destaca Antonio Rosmini privación “expresa el fallo de algunas partes y no de todo el ser e incluye la idea de un ser que permanece, privado de algo, pero que, sin embargo, no es absolutamente aniquilado”.

El “mal” engendra en la más profunda subjetividad de cada individuo una ambivalencia de la libertad y la decisión que genera esa dimensión dual que Agustín formulaba en el “yo era él quería, yo él que no quería: yo en ambos casos”. “Esta contienda se trababa en la plaza de mi corazón y era lucha de mí mismo contra mí mismo” (agonía vital) y que conlleva, no obstante, al “homo totus implevit”: el hombre ha caído con todas sus potencias, ya que éste según sus apetencias es a la vez corazón sublimado e instintos desencadenados.

Los legisladores de la ley 25.087 debieron haber conocido este sabio consejo del agustino Ramiro Florez: “para conocer al hombre no queda más camino que el conocerse cada hombre a sí mismo, conocerse como mismidad y conocerse como humanidad, para poder ser después medida para el conocimiento de los otros” (cf. “Las dos dimensiones del hombre agustiniano”, R. Florez).

Por exceso de voluntarismo dichos legisladores han disociado la ética de la metafísica (con los errores incluso metodológicos que esto acarrea), para luego sumergir a la ética en el (proceloso) mar de los más disolventes e irreales de los sociologicismos.

Han desconocido la grave advertencia de un prestigioso filósofo argentino, el P. Sepich: “el pensamiento moral necesita nutrirse de la realidad viva, sin olvidar que ésta no solamente se halla al alcance de la mano sino también de la inteligencia...” (cf. “Introducción a la ética”, P. Sepich).

En la ley 25.087 más que el método o la técnica legislativa ha faltado la inteligencia y, se ha desvanecido la sensatez. En el equilibrio imposible entre el racionalismo y el positivismo que la sustenta se ha introducido el desatino de transgredir el mismo principio de restricción no sólo propio del moderno estado de derecho, sino de toda coherente filosofía jurídica, como que Tomás de Aquino lo aborda y trata en la I-II q. 91 a. 4 de la Suma, interrelacionando el mundo privativo de la intimidad de las personas con aquel de la manifiesta prevalencia del bien común.

En el racionalismo se da la pretensión kantiana de que todo lo moral es racional aun cuando no todo lo racional sea moral, esto es, establecer la independencia de la razón frente a la experiencia y a cualquier otra fuente de conocimiento y por la cual la razón podría a priori determinar todo lo agible humano que desemboca así en el agnosticismo ético-jurídico.

Es agnosticismo porque solamente nos quedamos en lo fenoménico sin alcanzar el ser moral de las cosas.

Se ve de inmediato la desmembración efectuada y la disociación de la norma con la realidad humana.

“El ideal racionalista es una concepción racional, imperativa y normativa a cuyas exigencias se adapta lo real” (Sepich).

En el positivismo nos hallamos en el otro extremo: identificación de lo moral con lo vital, vale decir, exclusividad de la experiencia y desvinculación del orden racional, que conduce por otro camino a un agnosticismo análogo al anterior.

Ambas posiciones son monistas dado su carácter inmanentista, esto es, negación de una realidad que se pueda trascender.

Al concebir todo lo agible humano como “bueno” ambas concepciones son básicamente “optimistoides” desligándose nada menos que del evidente problema del mal, “inexplicable e inexplicado” (Sepich).

La licitud e ilicitud de los contenidos preceptivos es antes que nada un hecho moral, estimable por la recta razón y conocido principalmente por la experiencia, tal como el mismo Aristóteles lo apunta en la Ética nicomaquea (I, cap. III, 105).

En la determinación de una sólida antropología realista es menester incorporar la noción de búsqueda e invención (esto es, hallazgo) emocional del bien que, al fijar el “esprit de finesse” (según Pascal), constituye (al decir de Sepich) la superación cognitivo-práctica del falso esquema dialéctico a que la natura humana y el hombre histórico concreto quedan reducidos en las corrientes antes reseñadas.

La intuición o visión inmediata del objeto, tal como la describe Bergson, guarda alguna correspondencia, siquiera de naturaleza, con la intuición tomista del ser, recuperada en el s.XIX por Rosmini e incorporada (bien que dentro de otro sistema) a la axiología de Max Scheler con el nombre de intuición emocional de los valores, vinculados a la primacía del amor.

Ahora bien, la disfunción psicobiológica en que se mueve la deficiente estructura de la ley 25.087 impide en su radical y apriorística ignorancia del orden real toda captación existencial de las conductas humanas específicamente relacionadas con lo sexual, reducido a su expresión más primitivamente genital.

La caracterización misma de “lo sexual” queda, o bien hipertrofiada, o bien mutilado de toda su proyección generadora de valor. Es, en exacta expresión de Víctor Frankl, una “tesis reduccionista” que intenta convertir todo fenómeno en epifenómeno, sin partir de verdaderos datos empíricos sino apriorísticamente de una cierta “visión del hombre” que no formula de modo explícito sino que presupone sin más, como si fuese una verdad científica. (cf. “El hombre doliente”, p.58).

Inscrita en las corrientes agnósticas antes descritas no puede ni rozar la idea de “invención del bien” y se ve constreñida a ponderar las conductas sólo por el deber, de modo que éstas no son prohibidas por su carácter intrínseco de desviación del fin sino típicas por el arbitrario imperio del legislador.

En síntesis: que lo que se niega es la existencia misma de todo orden inteligentemente conocido.

El mismísimo Hans Welzel ha podido aseverar en su “Introducción a la filosofía del derecho” que “un orden social es sólo derecho, si es más que la manifestación de una determinada relación de poder; es decir, si en él se contiene el intento de hacer realidad lo justo y adecuado bajo las condiciones y supuestos de un momento histórico. Sólo desde este punto de vista puede un orden social enfrentarse con el individuo, no sólo con la coacción, sino con la pretensión de obligarle en conciencia” (p. 266).

No resulta nada desagradable escuchar a Welzel hablar de la “obligación en conciencia” tan connatural con la nomenclatura escolástica y de la cual se infiere que, aún contemplada en un momento histórico dado, no se puede violentar a la naturaleza ya que como sabiamente advierte Romano Guardini “de esta actitud básica se deduce una brutalidad absoluta frente a las cosas, la naturaleza y el mundo, una actuación basada en el poder que ya no pregunta por la naturaleza del ser sino por lo que la voluntad se propone. Esto lleva necesariamente al caos, ya que la experiencia del hombre es demasiado corta y su juicio demasiado inseguro como para ser capaz de lograr un orden equilibrando racionalmente los diferentes fines. Aquí hunde sus raíces todo lo que llamamos actitud totalitaria: la falta de respeto ante el mundo como cosa dada, la pretensión de tener derecho absoluto sobre todo, el racionalismo y el voluntarismo radicales frente a todo lo que existe”. (“Ética”, p. 437/8).

Yo diría que los dioses ciegan a quienes quieren perder porque la misma disfuncionalidad gramatical de la ley es un eco directo de su supina y orgullosa ignorancia de las “cosas humanas” (tan común, por lo demás, a todo nuestro universo normativo), haciendo realidad el quizás profético aviso de Francesco Carrara: “no quisiera, ciertamente, que se imitara al legislador ruso que eleva el código penal a más de dos mil artículos; pero tampoco puedo profesar simpatía por ciertos códigos que exagerando la sencillez ideal aglomeran en un solo grupo y bajo una misma imputación, delitos diferentísimos...” (T. IV “Programa”).

Es que, podría afirmarse que el Título III de los “Delitos contra la integridad sexual”, con sus cuatro capítulos innominados (cap. II, III, IV y V), se ha empeñado en atacar y controvertir todas y cada una de las propiedades que Félix Lamas (cf. “La experiencia jurídica” p. 521 ss.) atribuye al derecho: 1) el derecho es algo humano; 2) es algo social y político; 3) es algo moralmente objetivo; 4) tiene una validez específica; 5) existe como algo vigente; 6) es algo histórico; 7) es algo dialéctico; 8) es algo concreto.

El mismo bien jurídico tutelado que, en definitiva, es la “libertad sexual o erótica de las personas” viene encapsulado –para evadir el titulado anterior demasiado “moralizante” de honestidad- en el difuso vocablo de “integridad” que remite en la acepción normal de la Academia o bien a la pureza virginal, o bien a la rectitud o probidad del sujeto, extremos a todas luces ajenos al espíritu y a la letra de la ley comentada.

Éste es, en definitiva, el verdadero bien jurídico tutelado (o, por lo menos, su núcleo específico tutelable por la ley), aunque en el caso de los incapaces (particularmente de los menores) quizás fuera mejor hablar de “desarrollo sexual”, a mérito de su falta de discernimiento y/o válido consentimiento jurídico y a que en conclusión es su evolución sexual real (vale decir no sólo paradigmática) la que puede hallarse en crisis.

Aquí el derecho (analogable en un orden normativo de carácter coactivo), dinámicamente contemplado en función de su intrínseca historicidad, alcanza su propio y determinado nivel de competencia; más allá hállase el delicado campo de la moral social y de sus exigencias exclusivas (y, a veces, excluyente), aspecto que la ley 25.087 termina por vulnerar.

Ni el legislador puede “ex nihilo” crear conductas divorciadas del devenir cultural de los pueblos, ni el juzgador puede comprender la miserabilidad de los hechos que juzga si olvida la significativa sentencia de Maquiavelo: “más grave es el delito cuando se encuentra en aquel que debe juzgarlo; pues los que se sientan “pro tribunali” deben restaurar el orden de la justicia mediante una fidelidad que no poseen” (Discorsi II, cit. por Sepich, op. cit.).

Presionado por el reclamo mediático y por un feminismo de mala calidad la ley 25.087 ha querido gobernar los impulsos libidinosos de la población por medio de extrañas escalas punitivas con las cuales se espera “hacer justicia”, “vengar a la víctima”, “disciplinar a los ciudadanos” en clara oposición a las siempre vigentes consideraciones del príncipe de los penalistas, Francesco Carrara, quien en su T° II del “Programa de Derecho Criminal” asevera: “El fin de la pena no consiste en que se haga justicia, ni en que el ofendido sea vengado, ni en que sea resarcido el daño padecido por él, ni en que se atemoricen los ciudadanos, ni en que el delincuente purgue su delito, ni en que se obtenga su enmienda. Todas éstas pueden ser consecuencias necesarias de la pena, y alguna de ellas pueden ser deseables, pero la pena continuaría siendo un acto inobjetable, aún cuando faltaran todos estos resultados. El fin primario de la pena es el restablecimiento del orden externo en la sociedad. El delito ofende materialmente a un individuo, o a una familia o a un número cualquiera de personas, y el mal que causa no se repara con la pena. Pero el delito agravia a la sociedad al violar sus leyes, y ofende a todos los ciudadanos al disminuir en ellos el sentimiento de la propia seguridad y al crear el peligro del mal ejemplo. Una vez cometido el delito, el peligro del ofendido deja de existir porque se convierte en un mal efectivo; pero el peligro que amenaza a todos los ciudadanos comienza entonces, es decir, el peligro de que el delincuente, si permanece impune, renueve contra otros sus ofensas, y el peligro de que otros, incitados por el mal ejemplo, se entreguen también a violar las leyes. Esto excita, naturalmente, el efecto moral de un temor, de una desconfianza en la protección de la ley en todos los asociados que al amparo de ella mantienen la conciencia de su libertad. Este daño enteramente moral causa la ofensa de todos con la ofensa de uno, porque perturba la tranquilidad de todos. De ahí que la pena deba reparar este daño mediante el restablecimiento del orden, que se ve conmovido por el desorden del delito. El concepto de reparación, con el cual expresamos el mal de la pena, lleva implícitos los resultados de la corrección del culpable, del estímulo de los buenos y de la amonestación a los mal inclinados. Pero este concepto difiere en mucho del concepto puro de la enmienda y de la idea de la intimidación, pues una cosa es inducir un culpable a no delinquir más, y otra muy distinta el pretender hacerlo interiormente bueno; y una cosa es recordar a los mal inclinados que la ley cumple sus conminaciones, y otra propagar el terror en los ánimos. La intimidación y la enmienda están implícitas en la acción moral de la pena; pero si se pretende hacer de ellas un fin especial, la pena se desnaturaliza y la función punitiva va a parar en aberraciones.” (T° II, p. 68/70).
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*Damos por sentada la acepción primordialmente filosófica de la antropología (conocimiento integral del hombre en cuanto creatura), tanto como el empleo terminológico de tal vocablo en la escolástica contemporánea.

NOTAS:
1-La figura del art. 120 (nueva variante del estupro); amén de la novedad de incorporar también al varón como sujeto pasivo del delito, altera la clásica edad de la nubilidad para la mujer, incriminando a quien se aprovecha de la inmadurez sexual “de una persona menor de dieciséis años”. La fórmula en que dicha conducta queda establecida (“aprovechamiento”) es difusa (sujeta a cualquier veleidosa interpretación jurisprudencial) y se da de bruces con la concreta iniciación sexual de los jóvenes, así como de las más extendidas costumbres concubinarias (nacidas, por cierto, de elementales impulsos naturales) de la población del interior y aún del conurbano bonaerense.

El puritanismo sajón que alimenta en este tipo penal es en un todo contradictorio con las rancias costumbres sexuales de nuestro universo grecolatino.

La decapitada figura del 2° párrafo del art. 130 penalizaría en nuestro “avanzado” derecho positivo no sólo todas las antiguas mitologías de occidente (¡ni hablar de las “mil y una noches”!), sino también la novelística erótica más calificada, que debe ser el “horror” de las señoras diputadas que cocinaban este mamarracho.

(Seguramente ellas preferirían la vulgaridad obscena y mediocre de los culebrones televisivos).

Asimismo el acoso a que alude la formulación del primer párrafo del art. 119 (“abuso coactivo o intimidatorio de una relación de dependencia, de autoridad o de poder”) no se compadece con la hipotética intención legislativa de capturar en la norma el simple “acoso” del sistema americano, en razón de que aquí es suficiente el hostigamiento persistente y en el sistema introducido por la ley 25.087 siempre se requiere el abuso sexual como figura básica.

2- La “fellatio in ore” es la obsesión compulsiva de toda la reforma. Ahora bien, si la repugnancia moral y/o psicológica que dicha práctica genera es tal que se considere que su comportamiento compromete severamente el bien común y que debe por ello ser materia de agravamiento específico, éste tendrá que constar en una descripción típica de carácter autónomo, ya que jamás podrá forzarse su encuadramiento bajo la tradicional terminología del “acceso carnal”. Esta, aparte de la exigencia de un auténtico miembro viril (no sus sustitutos), se produce sólo por dos procedimientos unánimemente atestiguados por las culturas orientales y occidentales de todas las épocas históricas: a) vía vaginal, conforme a la fisiología más espontánea y conveniente de la relación sexual; b) vía anal, según añeja práctica cultural acreditada tanto a favor de la mujer como de los varones entre sí.

La felación estricta (no cualquier abusivamente llamado “sexo oral” lo es) podrá, según sus circunstancias específicas, encuadrarse en el “abuso deshonesto” (así lo hacía la figura derogada) o en un abuso sexual calificado, o bien –naturalmente-, según las condiciones, en la corrupción. Este es su límite.

El debate legislativo muestra claramente el empecinamiento de la Cámara baja por imponer sus criterios pre-formados con independencia de toda verificación racional, cultural y/o empírica. En Senadores la orden del día fue aprobar el engendro llegado por sus colegas diputados, a despacho de sus esenciales disidencias que fueron formuladas explícitamente por muchos de los expositores (cfte. debate legislativo en Internet).

3- El avenimiento del art. 132 es un verdadero despropósito. Desconoce el bien jurídico tan empeñosamente tutelado (la “integridad sexual”); subvierte el orden axiológico de la conducta típica que es el bien social exterior (cf. Carrara) vulnerado por el delito, y no el interés subjetivo de la víctima. En el caso de un sujeto pasivo varón conduce al dislate de favorecer la relación afectiva que se principió por incriminar.

El antiguo “matrimonio con la ofendida” es otra cosa porque el matrimonio es una institución social, cosa a la cual el feminismo aborrece.

RICARDO FRAGA
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(***) El Dr. Ricardo Fraga es Profesor de Derecho Penal, Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho de la Universidad de Morón, Juez del Juzgado de Garantías Nº 2 del Departamento Judicial de Morón, escritor e investigador.

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