viernes, 16 de octubre de 2009

LAS DIEZ LACRAS DE LA DECADENCIA por el Dr. Ricardo Fraga

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Opinión - Actualidad
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La crisis del Estado es también la crisis de la Nación. En rigor (y como se suele decir) “tenemos los gobernantes que nos merecemos”. ¿Fue siempre así?

Los argentinos gozamos en el exterior fama de indisciplinados, indolentes y fanfarrones ¿Es esto verdad? ¿Se aplica, sin distinción, a todos los habitantes de nuestra extensa geografía?

Para graficarlo podríamos observar que, en la actual selección de fútbol conviven, cuanto menos, tres clases o tipos muy bien diferenciados de argentinos: a) los humildes, perseverantes y laboriosos (Verón), b) los indiferentes o que parecen serlo (Messi) y c) los groseros, guarangos e insolentes que, en definitiva, marcan el tono (Maradona) y que representan el modelo emblemático que se termina aplaudiendo como una “picardía” (“la mano de Dios”).

También lo podríamos apreciar en las actitudes de ciertos sectores “progresistas” (encaramados ahora en los niveles más sensibles de las instituciones públicas) que, a caballo de un presunto pensamiento renovador y revolucionario, representan en lo más íntimo los criterios más vergonzosamente “retrógrados” (en su propio lenguaje) que fuera dable imaginar.

Para prueba basta un reciente botón: la señora jueza contravencional de la ciudad “autónoma” de Buenos Aires, Dra. Rosa Elsa Parrilli (¿será pariente del Parrilli de la Secretaría General de Gobierno?), “progresista de izquierda”, discípula del abolicionista penal holandés Luck Hulsman y estrecha colaboradora del ministro de la Corte Suprema Dr. Eugenio Zaffaroni (fuente: “La Nación” del 3/10/09) quien, a la hora de reaccionar contra dos indefensas empleadas municipales, no se anda con chiquitaje: desde las amenazas y el abuso de autoridad hasta la discriminación por xenofobia.

Tendemos a pensar que en los tiempos pasados la cosa fue mejor. Pero no estoy tan seguro. Volvamos si no a la desopilante “Historia funambulesca del profesor Landormy” de Arturo Cancela y veremos que, en realidad de verdad, el germen es de antigua data (hay quien dice que comenzó con las zafiedades anticlericales de Juan José Castelli en el Alto Perú) y que, en nuestros días, simplemente la cuestión ha terminado por no reconocer más límites, al conjuro, precisamente, de las diez (por lo menos) lacras de la decadencia final que han convertido a la república en un exótico sultanato gobernado por jeques patagónicos.

He aquí dichas sucintas lacras:

1°) La mala calidad institucional: que torna abstractas las mejores intenciones de los textos constitucionales, particularmente el equilibrio de poderes, la idoneidad para el desempeño de las funciones públicas y la rotación real de los mandatos que impida caer (como lo vemos hoy en el nivel más encumbrado) en el nepotismo.

2°) La corrupción de la clase política: o dirigente, en general (también en la esfera privada) que entorpece toda acción eficaz, impide la implementación de políticas permanentes (“políticas de estado”) y genera paradigmas de sobornabilidad que flaco favor le hace a la pedagogía de las nuevas generaciones.

3°) La abundancia legislativa: este es un país plagado de leyes, normas y reglamentos que jamás se cumplen, que traban la dinámica de las clases auténticamente constructoras (por exceso imbancable de burocracia) y que, paradójicamente, generan una situación de anomia, tornándose una vez más, cierta la sentencia de Tácito: “corruptissima republica plurimae leges” (“los estados más corrompidos son los que más leyes tienen”).

4°) Deficiencia de caminos: la Argentina carece de integración nacional, regional y comarcal, en parte por la destrucción de su (alguna vez) floreciente sistema ferroviario, en parte, por el déficit de caminos, carreteras y autopistas (el plan original proviene de los denostados conservadores y su última importante actualización del primer justicialismo de 1950) y, en parte final, porque la obra pública detenida carece de un plan global de ejecución. Ni hablar de la precariedad de la vinculación aérea (accesible con asiático lujo especial para unos pocos privilegiados con flota propia).

Si los romanos sostenían que gobernar es: “tener política exterior propia, administrar justicia y construir caminos”, verían que en nuestra patria tales extremos brillan por su ausencia. Ciertamente que no menos brilla la carencia absoluta de una política exterior de defensa e integración regional, en un marco donde primen los intereses nacionales y no un enrarecido clima ideológico que, a la postre, esconde los negociados más suculentos.

5°) Pésima organización del transporte público: quienquiera conozca las grandes ciudades del “ensoñado” primer mundo sabrá que es posible recorrerlas en su totalidad sin salir ni un momento de debajo del suelo, esto es, en subterráneo (como decimos acá) o en metropolitano como se le llama en Madrid, París, Londres, Moscú o Roma, por poner unos ejemplos.

Con todo, Buenos Aires tuvo la primera red de América Latina en 1913 y la misma creció a ritmo relativamente sostenido hasta la década de 1960, tiempo desde el cual apenas avanzó por metros.

Ni hablar de los ferrocarriles suburbanos, verdadera imagen de un ya vetusto e histórico Lejano Oriente que mi generación veía en las películas, sin imaginar que alguna vez padeceríamos de idénticos (o peores) males.

Sabemos muy bien que la República Argentina está a la cabeza de los accidentes automovilísticos cuya causa principal es la ausencia de autopistas troncales y, por ello, el saturamiento del malísimo transporte automotor en las escasas rutas de mano única, agravado todo por vías aéreas que no agotan el espacio territorial y la ya señalada y olímpica aniquilación de los ferrocarriles.

Y ni decir, en punto a accidentología, del pésimo modo de manejar, importante expresión de nuestra prepotente manera de vivir.

6°) La pobreza estructural: que llega en el sexto lugar no porque sea menos importante. Antes al contrario, es la peor de todas las lacras que aquí describo o, en palabras inobjetables de Benedicto XVI, “la más escandalosa”, en un país que en 1934 (Congreso eucarístico) cantaba en sus ofertorios: “esta es tierra de las hostias y del pan y de la paz”, o bien “Tú nos diste tierra inmensa, cielo azul, suelo fecundo...”

La marginalidad y la pobreza (rápidamente criminalizadas en la provincia de Buenos Aires por los “progresistas” autores de la ley 13.811) que son ya de suyo catastróficos males (sólo la evangélica pobreza es un bien) se convierten en el despropósito del horror cuando se las ve instrumentadas en el clientelismo electoral y municipal más descarado ya que esto es, a mí me lo parece, el nuevo pecado bíblico “que clama al Cielo”.

7°) La ineficacia de la justicia: que alienta a los malos y retrae a los buenos. Que mediatiza las más honradas vocaciones. Que coloca los cargos judiciales a disposición de los mediocres, los trepadores y los engreídos, cuando no en manos de megalómanos, incapaces de compadecer toda miseria, dolor y angustia del prójimo. Dejo a salvo, por supuesto, los valiosísimos ejemplos, de fatiga y entrega que a diario ofrecen también los tribunales.

Este es, justamente, el meollo del problema judicial: su ineficacia. La gente común, ante el desborde de la inseguridad, clama por más leyes o más represión. El código penal (última ratio de acción gubernativa) no es malo (en su texto original de Rodolfo Moreno de 1922 es de franco corte humanitario), pero su aplicación es ineficiente.

Fallan el poder judicial y sus órganos auxiliares. Fallan la policía y las fuerzas de seguridad sometidas a vaivenes inexplicables y tan pasibles de falencias como las ya indicadas para la clase gobernante.

8°) La decadencia educativa: ¿qué ha sucedido para que una nación que supo dar maestros, médicos, arquitectos y abogados modelos (entre otros) se convirtiera ahora en un páramo de desolación donde, en general, ya nadie enseña, ya nadie aprende, ya nadie estudia?
Por cierto que hay excepciones gloriosísimas (que me constan por la experiencia) pero el tono común es la degradación escolar y universitaria más increíble que en cuatro décadas haya podido sobrevenir.

Todos sabemos de qué se trata y los parámetros de medición (si esto es meramente cuantificable), tanto internos como exteriores, nos sitúan en escalas que hubieran resultado inauditas para el mismo P. Leonardo Castellani cuando en su célebre “La reforma de la enseñanza” señalaba por 1940 que “la enseñanza argentina no se puede reformar porque no tiene forma”.

9°) El lenguaje degradado: fruto quizás de la crisis doméstica y escolar, y potenciado hasta lo insoportable por los medios masivos de comunicación. Esta lacra desgarradora ha hecho su irrupción en los últimos años y ventila la orfandad de toda nuestra vida pública y privada, donde ya no existen los límites imprescindibles (destacados por todos los humanistas) entre lo común y lo clandestino, lo honesto y lo escatológico, lo profano y lo sagrado (si hasta tenemos ahora un misal “argentino” para uso de mentes atornilladas).

La degradación del lenguaje es, quizás, el signo más manifiesto de nuestro declive como nación civilizada que alguna vez quiso estar a la cabeza de Iberoamérica y que es sobrepujada en calidad, dirigencia y demografía por el Brasil vecino, beneficiado históricamente por una sucesión autonómica dinástica y, por lo tanto, no traumática.

10°) La anarquía social: “last but not least”, que se erige con sus ya exportados “piquetes” en el símbolo final de un estado sedicente republicano que renuncia en la práctica cotidiana a la más elemental de sus competencias: el orden público y que, por consiguiente, reniega de la fuerza indicativa de la democracia indirecta que pretende practicar. Ya que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes” (Art. 22 Constitución Nacional).

RICARDO FRAGA

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